24 septiembre, 2011

LA ESCAPADA

Era un hombre complicado, de contornos difusos y arduos e intrincados razonamientos, incluso, para las cuestiones más banales y sencillas.
Era, también, un caballero a la antigua usanza; esperaba a que las mujeres atravesaran primero las puertas, aguardaba hasta el final para tomar su ración en los platos comunes, nunca olvidaba su pañuelo de tela y, además, gustaba de elaborar interminables parlamentos para celebrar la oportunidad de compartir mesa y mantel con los más allegados.
Una antigua compañera de las que se descolgaron en medio del exigente y tortuoso ejercicio que suponía asumir sus rarezas, le comunicó, la misma noche en la que le transmitía su adiós definitivo, que jamás había podido soportar su afectación, ni su incontrolable gusto por escuchar las conversaciones ajenas, para luego elucubrar los más variopintos motivos y futuros para las mismas.
Cierta noche, tras haber notificado su deseo de causar, irremediablemente, baja voluntaria en su trabajo, una vieja perfumería tradicional, introdujo todos sus billetes en la cartera y se encaminó a la estación de autobuses.
Con extrema cortesía y una voz impostada pidió un pasaje para el siguiente trayecto.
Esperó en la dársena y ascendió al vehículo con parsimonia.
Pidió al conductor que le despertaran al alcanzar el destino.
Cuando, una vez concluido el viaje, el empleado de la línea de autobuses se encaminó hacia su asiento, le encontró pálido, abrazando un libro de poemas de Rilke.
En vano, procuró despertar al cliente sin provocarle un efecto sorpresivo.
Inquieto, solicitó la ayuda de los servicios médicos de emergencia de la estación.
Varias horas después, el Juez levantó el cadáver y pidió, a los efectos que fueran oportunos, que no violentaran el abrazo pétreo que el rigor mortis había causado.
Sorprendentemente, fue la única ocasión en la que el hombre no agradeció un bello gesto o deferencia.

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