25 septiembre, 2011

LO IMPOSIBLE




Desde las últimas semanas se apostaba en la valla y, tranquilo, se enfrentaba al constante aterrizar y despegar de los aviones en las pistas del aeropuerto.



Todo surgió como una costumbre relajante, como el que acude al mar a descifrar el sentido oculto del dispersarse de la espuma de las olas.



Apenas amanecía el domingo, conducía su vehículo hasta el parking del aeródromo, sacaba la silla de tijera y una pequeña bolsa con varias bolsas de snacks y una viejísima cantimplora con la que ascendió, por primera y única vez, el Monte Igueldo.



Se disipaba en el rugido de los motores de las aeronaves al despegar y se admiraba por la belleza en movimiento de los pájaros de hierro en descenso sostenido.



Allí, solo allí, olvidaba el resto.



Esa voz que se le había grabado a fuego en su mente.




El timbre inquieto y nervioso de un amor perdido... de un amor esquivado... desatendido y cansado.



Por eso, incluso los días de lluvia, se agenciaba su paraguas y se mantenía impertérrito, bajo el aguacero, en su actividad contemplativa.



Una tarde, un niño se le acercó y, con mirada intranquila, le preguntó ¿Qué hace?



El hombre le observó, interrogándose sobre el paradero de los padres del pequeño, y, con gesto contrariado, le respondió en tono frío "Olvidarla".



El niño, asustado, se dio media vuelta y corrió a la velocidad que sus cortas piernas le permitían.



Con el hilo de voz que escapaba de su cansado resuello le gritó "No lo conseguirá. Es imposible".



Y el hombre, resignado, se giró hacia la pista de aterrizaje, esperando que un nuevo avión se encaminara hacia su fin.

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