02 octubre, 2011

EL RUMOR DE LA DESPEDIDA

Nadie lo va a entender.
Es un susurro débil, y apenas perceptible, que acaricia el cúmulo de hojas caídas por el otoño.
Un gemido sutil y acompasado.
El pellizco tétrico y sibilino del viento cuando dices adiós.
Los edificios enmudecen desde su ingente soledad.
Las luces de los semáforos detienen su colorido movimiento.
Las palomas se refugian bajo el calor abotargado de los motores de coches mal estacionados.
Las chicas que escapan de sus clases de universidad no sueñan con un mañana mejor, ni siquiera ansían ese mañana.
Las hojas del diario relatan un curioso asesinato serial todavía sin resolver.
Las flores han tornado mustias.
Todos los ascensores quedaron trabados en el hueco de la planta que debía de numerarse con un revelador trece.
Las azafatas no saludan a los miembros del décimo congreso de enfermedades incurables.
Mi habitual proveedor de sustancias ha abrazado la fe católica.
La señal de televisión codificada solo emite programas de cocina.
En el reproductor musical, desde que tu anuncio resquebrajó los sentidos y las orientaciones de la rosa de los vientos, Dylan ya no sabe rimar.
En la pared donde alguien inscribió aquella historia, levantaron un mastodóntico centro comercial.
El cuerpo de los correos electrónicos que pensaba enviarte quedó bañado de monotonía.
Adiós es un cuchillo ensangrentado, silencioso y ágil como el rumor de la despedida.

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