13 junio, 2011

AQUELLOS BESOS


No es que aquellos besos no existieran (lo hicieron). Quizá, lo más correcto sería señalar que eran una especie de puente. Sí. El trasunto de unos golpes dirigidos a otros labios, no tan lejanos, más reales, prodigiosamente ausentes. La madrugada se colaba por las pequeñas rendijas de la persiana metálica de la churrería. Y, como suele ser habitual en estos casos, las gafas de sol reposaban, olvidadas, en el interior de algún cajón desordenado. La Historia aún no se contaba en el tercer milenio y la primavera entregaba su vara de mando a un verano que pretextaba languidez para acceder al reinado estacional. Primera parada. Aquel beso fue fortuito, sorpresivo y tumultuoso... casi fallido. Después, en cinco segundos, se sucedieron miles de miradas esquivadas, una procesión de interrogantes interiores y, por supuesto, algún sentido y hondo pesar. Las luces de neón de la cantina maltrataban unos ojos poco habituados a los reflejos estroboscópicos. En la calle, octubre preñaba de vientos los últimos coletazos de la prolongación de un verano malvado y mundano (mundial). Aquel beso, sin embargo, dejó abierta la senda a un rosario de pequeñas y desbordantes entregas... como relámpagos que, con rapidez y sagacidad, golpean y huyen, como la escapada de la cocina de un niño que roba parte de un pastel que no le pertenece. En los ladrillos de la pared de enfrente se imaginaba un mundo sin guerras (bélicas)... supongo.

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