19 junio, 2011

LA MARIPOSA


Los pájaros no han vuelto a pisar el alféizar de esta ventana que ofrece una panorámica desoladora de la ciudad en llamas. Supongo que se cansaron de picotear en las páginas del libro de Palahniuk, cuya lectura dejé a medias, esperando que las campanadas de la torre del reloj me durmieran... o me hicieran desmayar. Es curioso. Su presencia me agradaba y creía, firmemente, que si volvían a este recóndito agujero era por el abundante cuenco de miguitas de pan mojadas en leche. Erraba... otra vez más.
Madrid sigue siendo esa dama que te obliga a cerrar tu agenda para una cita a la que no tiene el más minimo interés en concurrir. Las paredes del cuarto han sido vueltas a pintar, siguiendo las instrucciones de un honorable noble, de un riguroso negro. El espesor de las capas de pintura permite que mis gritos se amortiguen y que ninguno de los vecinos manifieste su incomodidad. Es alguna hora indeterminada de la madrugada. Los termómetros se hallan cercanos al límite que separa la vida del infierno. No albergo esperanza alguna en poder reposar. En mi mesilla de noche se amontonan, sin piedad, restos del agua que exudan los vasos de alcohol cuyos pedazos se abrazan en el suelo. Recuerdo que un traslado me impidió recuperar la mariposa a la que, en el colegio, había clavado un minúsculo alfiler en su cuerpo y que, noche tras noche, se me aparece en sueños... preguntando algo para lo que no concibo una respuesta lógica y racional. He desandado mis pasos y he recogido el libro de la terraza. Las migas de pan mantienen su sabor dulzón. El amanecer acaricia los cimientos de los edificios más altos de la ciudad. De repente, un revoloteo se planta en el cuenco. Y todo parece adquirir sentido. Hasta que despierto... y mi boca se halla a escasos milímetros del suelo.

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