21 junio, 2011

EL PRESO DE LOS LIBROS


Caminaba muy despacio por los pasillos de su biblioteca.
Repasaba, sin apenas girar la cabeza, los títulos inscritos en los lomos de sus miles de volúmenes.
Los miraba con cariño y desesperación.
Trataba de recordar, aunque fuese mínimamente, las historias contenidas en cada uno de ellos y su frágil memoria le devolvía, apenas y en el mejor de los casos, un rayo eléctrico de recuerdo, un fragmento traído por los pelos...

Entonces se desconcertaba.

Pensaba en el tiempo que había dedicado a la lectura de la práctica integridad de su biblioteca, su más valioso tesoro... y temblaba.

Pero, mientras paseaba entre las novelas, una brisa fresca afloraba en su mente y, con la fuerza del torrente de un río, le traía a su paso las historias más bellas, los pensamientos más elaborados, los pasajes aterradores e inspirados de los imprescindibles relatos que parecían olvidados.
Se sentía como el dueño de un inmenso mar de viñedos, pretendiendo traer a su paladar el aroma y el sabor de todos los caldos cosechados durante toda la vida.
Y sonreía.

Elegía un número al azar, contaba desde la balda más lejana a su posición, y extraía el volumen señalado por el Destino.
Lo abría por la mitad, leía tres párrafos y lo colocaba en su lugar.

Corría hacia su escritorio y definía un final imaginado para ese inicio
in media res, sin preocuparse de su coherencia o su rectitud.
Lo leía, rápidamente, y le prendía fuego... y volvía a caminar, meditabundo, por entre los pasillos de su cárcel de letras, espacios en blanco y grafías en negro.
Se sentía libre y prisionero... pero feliz y reposado.

Miraba el mundo a su alrededor y descubría, con parsimonia y quietud, que, incluso su muerte, ya había sido narrada en los libros.

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