19 julio, 2011

LA MANCHA DE LA PARED





Apareció, de súbito, en la pared.

Llamó mi atención y, con un indudable rigorismo, arrodillé mi compostura frente a ella.

Nos hablamos con el silencio respetuoso de los enemigos íntimos.

Y esuché sus palabras con una suerte de temor reverencial que recordaba a las tardes de oración en una capilla escolar y preadolescente.

Concentré mi visión en los abultados montículos que el agua había ocasionado en el relieve, antes llano, de la pared.

Su accidentada geografía se antojaba el tortuoso camino recorrido hasta alcanzar una meta en la que, sorprendentemente, un senderista más aventajado, o quizá sonreído por esa azarosa fortuna, ya había clavado su bandera cuando la vista nos revelaba la ansiada cumbre.

La mancha de humedad, que ennegrecía los perfiles blanquecinos del marco de la puerta, entonó una salmodia que principiaba el relato de tu huida.

Y mi mente quería escuchar la voz de Tom Waits.

Pero el idílico concierto se resquebrajaba y perdía en una afonía críptica y de los más inquietante.

La mancha de la pared retrocedía lentamente, desapareciendo con elegancia y sutileza, mientras invocaba momentos pasados que, de un modo u otro, no iban a regresar; que, de la más vil de las maneras, habían sido arrendados a los resortes cautivos de una memoria nostálgica y etílica.

Las rodillas se quejaron del mantenimiento de una incómoda postura y agradecieron el balanceo del peso del cuerpo, como el trago de agua que, apenas, sofoca por un instante el desasosiego del caminante en el desierto.

La mancha de la pared se despidió con una sonrisa esquiva, demasiado familiar.

Supo que su ausencia propiciaría una presencia más que acusada.

A veces, solo a veces, sueño que se encuentra contigo, a tu lado... Y que te susurra mis palabras al oído...

Pero no sonríe...

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