08 noviembre, 2009

EL RELOJ DE ARENA


He girado el reloj de arena y los primeros granos han comenzado a caer, depositándose, lentamente, configurando un leve suelo sobre el cristal.

El tiempo lucha contra mi convicción y el lugar que estrangula el discurrir de la arena se antoja como las manos que aprietan, con el vigor de lo cotidiano, de lo aceptado por pretérito, el halo mágico de las preferencias, el impulso fértil y grácil de la novedad.

Fue el viejo relojero, aquel andrajoso y decrépito que falleció entre los vapores del alcohol medicinal que ingería rebajado con apenas un dedo de agua y dejando tras de sí una leyenda de avaricia y opulencia desaprovechada, el que, cierta noche de verano, me regaló el reloj.

Con un guiño, y susurrando palabras casi incomprensibles, me espetó: "Reserva su condena para el momento de la elección suprema".

Y tendió el fardo que envolvía la simple pieza hacia mí, con una sonrisa que hubiese helado la sangre de cualquiera más precavido.

Ahora el reloj va desgranando una cuenta atrás, silente pero imparable, esperando que una brillante mano, enjoyada, detenga su letanía de medición.

Sobre la mesa, colocadas en guardia pretoriana, unas cuantas cuartillas que albergan reflexiones nocturnas y, quizá no por casualidad, desparramados por encima, otros trozos más pequeños y de tamaños disímiles que recogen signos de interrogación.

La luz artificial molesta mis castigados ojos y desvío la atención del reloj.

Sobre la estantería, una fotografía en la que una pareja sonríe, ajena al temporal que las nubes anuncian al fondo, cerniéndose sobre su confiada presencia.

El reloj continúa su avance.

Y las palabras del ebrio relojero no paran de repetirse en el oído de mi memoria.

Como si de un repentino golpe se tratara, mis ojos perciben el suave y límpido influjo de un delicado violeta adornado en blanco... subyugante.

Y el relojero sonríe desde el lugar que el Supremo le reservara, atendiendo la gravedad de la situación, y satisfecho, en definitiva, de que su mensaje haya sido respetado.

El resto cae fuera de su mano.

El resto pende de la mano de la brillantez.

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