29 noviembre, 2009

ÓRDAGOS


Esta noche, con el repentino reencuentro con el frío, he visto a las parejas pasear, abrazadas, sentado al velador de esta cafetería que conocí en mis años de Universidad.

No me pareció irracional buscar una luz al fondo de la calle y, sin embargo, las farolas estaban, todas, fundidas.

Un duende vestido de verde anunció la llegada del invierno y, sonriendo, mintió sobre el contenido de mis sentimientos.

Años antes, aguardé en la parada hasta que el autobús urbano se detuvo, empapando mis pantalones al pisar el charco lleno de barro.

Las primeras luces brillaban en las largas avenidas que repetían, descarnadamente, tu nombre entre las nubes.

Los niños tiraban de las mangas de sus padres ante los iluminados escaparates que ofrecían un cúmulo inabarcable de juguetes.

Madrid es una inhóspita habitación de hospital a la que no llegan las curas diarias.

Diez años atrás, en esta misma cafetería, arriesgué mi asignación semanal en una jugada de naipes que, de antemano, sabía que no iba a funcionar.

Hoy, diez años después, aún continúo manteniendo esa postura arrogante y desconfiada ante la realidad, esa pose de ganador del que, sin embargo, conoce que su mano será ampliamente vencida.

El mismo mendigo de una década atrás mantiene su caja de cartón en el suelo implorando caridad.

Y, como en la canción, deseo que no me llames cariño, porque la caridad es una actuación que, en el fondo, derrota al amor.

He dejado un billete en la mesa y he salido a caminar.

Sin rumbo fijo.

Esperando una palabra, una decisión que, sin lugar a dudas, no va a llegar.

Y, en todo caso, como en aquel órdago de la pretérita partida de cartas, mi rostro quiere denotar seguridad y confianza ante el horror de una posible negativa.

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