15 noviembre, 2009

LOS PUÑALES DE TATIANA


A los efectos relevantes, si es que los hubiere, referiré que los hechos que a continuación relato no pueden ser fijados de una manera certera en el tiempo.

Si mi intuición y memoria no yerra, conocí a Tatiana L. (perdonen que haya inventado su nombre y enmascarado su apellido en una inicial ficticia) unos días más tarde de la victoria en el Campeonato del Mundo de Ciclismo de cierto deportista que, años después, me confesó haber ganado aquella competición gracias al consumo de sustancias prohibidas.

Se preguntarán cómo recuerdo el evento deportivo y olvido la fecha del calendario. Aparte de cierta rareza que mis más allegadas no dejan de celebrar (y que por no abotargarles resumiré en conectar los hechos de la vida cotidiana con sus coetáneos deportivos), la aparición de Tatiana coincidió con un episodio de queja vecinal tras el griterío y celebración de la referida victoria (guardo, por insustancial, el lanzamiento de cierta señal de tráfico por la ventana del inmueble y los evidentes estragos y confusión que motivó tal coyuntura).

Cometí el gravísimo error de enamorarme de T.L., tras nuestra segunda cita.

Usted concederá que las razones del corazón campan con holgura e indisciplina por lares dejados de la rectitud y la cordura.

Quizá concluya, no exento de razón, que caer en los avatares de una dama recién conocida es conducta temeraria.

Le aplaudo.

Hace unos quince años me concedieron un accésit en un premio literario por un ensayo con título "Enamorarse debería estar prohibido". El acta del jurado manifestaba la riqueza de las imágenes en él contenidas, especialmente el juego de la brillantez y las sensaciones, justificando su imposibilidad de victoria en el tratamiento cuasi misógino (?) del amor.

De la experiencia con T.L., podría haberse redactado un apéndice a dicho ensayo que multiplicara por mil su extensión y profundidad.

Huelga decir que, con Tatiana, como con cualquier mujer, de nada sirve lo previamente aprendido.

La primera vez que besé a T., en el cálido recoveco de una calle iluminada con luces anaranjadas, adiviné un bulto o presencia en su cintura, y, concluyendo que no podía tratarse del hueso de la cadera, naufragué en la disquisición de la longitud de la hoja de la navaja cuya empuñadura me saludaba.

El resto de la historia con T. puede resumirse en palabras breves y nada exageradas: pasión, desazón, nostalgias, ausencias, miedo y desolación.

A las anteriores sensaciones, pero el ejercicio lo reservo para ustedes, han de unirse estas otras: insomnio, locura, apariciones, retraimiento, aspiraciones y derrumbe.

Aderécenlo, si gustan, con el efecto conjugado del cansancio, el alcohol, el pesar de sus desapariciones, el puñal que clavan los celos y las imágenes soñadas de su cuerpo en otros brazos.

T. se marchó una noche de invierno.

Hoy sus ojos me visitan de nuevo.

He tratado de recuperar aquel adolescente ensayo, pero la memoria del ordenador no responde a mis peticiones.

Nada aprendí con el tiempo, salvo a reconocer la presencia de los puñales que anuncian tu propio, pero inevitable, final.

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