30 noviembre, 2009

LA VOZ


Les mintió.

Durante mucho tiempo.

Pero ellos no quisieron poner en duda sus palabras.

O, al menos, confiaron en esa aterciopelada voz que, noche tras noches, les acompañaba mientras conducían.

Todos, de un modo un otro, dudaban, pero mantenían su temor escondido, en lo más profundo, dejando que las charlas fluyeran sobre la bondad del espíritu de ese sonido que cada noche, irremediablemente, refería esas bellísimas historias por la emisora.

Les mintió.

Ahora, los reportajes construidos a posteriori hablarán de estafa, de engaño, de la creencia inusitada del ser humano en las historias de hadas, en aquellas confabulaciones que podrían servir para una película del sábado por la tarde (acompañada de la inevitable somnolencia y la manta de invierno).

Pero ellos, ésos que esconden su valentía en las iniciales del pie de firma, también mienten, porque, en su fuero interno, desconocen cómo pudieron dejar escapar la noticia antes de que estallara con estrépito. Y, en este momento, tan solo conocen el camino de la estrategia estilística, el manido recurso de vaticinar lo ya sucedido.

Ahora, las autopistas se han vaciado de camiones, porque sus conductores prefieren no recordar las interminables noches acompañados y, por el contrario, rumian la tristeza y el rencor del engaño en las literas de la cabina de su camión o entre las piernas de alguna meretriz previamente acordada.

Les mintió. Sí. Maldita sea.

Durante mucho tiempo, esa voz contaba, con prodigios cadencia, historias de tiempos pasados que concluían, inalterablemente, en un mensaje de apoyo y paz que hacía que la ruta nocturna se adivinara menos dura, más transitable, más humana.

El rigor de la soledad es insoportable cuando el único color es el de las luces que golpea en la frente.

Les mintió. No lo olviden. A todos.

Algunos pavonean, rodeados de botellines vacíos de cerveza, que no fueron engañados o, en su caso, que lo hicieron a sabiendas de que había gato encerrado.

Como siempre, todos mienten.

Ninguno dudó, aquella noche en la que la nieve pigmentaba de blanco las calzadas, que si la voz reclamaba una aportación económica para un viejo enfermo de Teherán, aquejado de la dolencia más insospechada y desconocida, era para un fin completamente legítimo y loable.

Nadie dudó. No les crean.

Ninguno sintió resquemor al comprobar la extraña numeración de la cuenta corriente facilitada.

Ninguno.

Ahora, todos mienten.

Como la voz.

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