04 julio, 2010

ALDO


Aldo vivía en un lugar apartado lejos de los bocinazos y del calor que despedía el asfalto en el mes de julio.

Aldo no era feliz.

Rara vez lo había sido.

Durante los últimos años se conformaba con esa reposada tranquilidad que le ofrecía disfrutar de un partido de fútbol en la televisión, con un whisky bien frío, o la reposada lectura de un libro de poesía o una novela en la butaca del jardín, durante la noche iluminada por el zigzagueante ondular de la llama de una vela.

Algo muy parecido a la felicidad y, por lo tanto, irremediablemente distinto.

Fue con la llegada del invierno que Aldo, aislado en su peculiar cárcel de grandes ventanales y vastas extensiones, comenzó a caminar por los senderos de la obsesión.

Primero fue el parpadeante fogonazo que adivinaba en el raso cielo de la madrugada.

Y transcurrió noches enteras ante una bóveda oscura y exenta de luminosidad.

Después advirtió la presencia de animales que velaban su sueño al lado de su cama.

Un buey, una mula, una serpiente de cascabel y un caballo. Y todos, sospechosamente, pretendían herirle, pero ninguno, quizá influidos por algún raro magnetismo, se atrevía a lanzarse ante su indefenso cuerpo que yacía bajo los ropajes.

Más tarde, en una visión que le acompañaría durante el resto de su vida, Aldo recordó el movimiento de una mujer desnuda que, con agilidad, abandonaba la cama y su pecho se movía con belleza y elegancia.

Se ensimismó.

Subió a su desván y comenzó, completamente poseído, a desembalar los paquetes que los empleados de la compañía de mudanzas habían apilado en una esquina.

En unos minutos, el suelo estaba repleto de lienzos, pinceles y óleos y, durante tres días consecutivos, con sus íntegras noches, pintó con denuedo e inspiración.

Hasta que desvaneció, fruto del desmayo y el agotamiento... del vacío.

Cuando despertó, tomó un bote de gasolina, roció la tabla y le prendió fuego.

Hizo dos llamadas de teléfono, ambas de muy corta duración, y se marchó.

Tras el vuelo, Aldo alquiló un coche y se dejó guiar hasta un pequeño acantilado, en el que esperó hasta que la muerte se avino a saludarle.

Hoy, cuando el agente inmobiliario se ha marchado después de estampar mi firma en el contrato, he descubierto, en el desván, una vieja nota manuscrita.

Y la frase que contiene serpentea por mi cabeza...

Como si quisiera asesinarme.

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