13 julio, 2010

LA LIBERTAD


Ella viajaba siempre con una maleta.

Vacía.

Es decir, no completamente inservible, pero casi...

Sin embargo, sin ella se sentía desnuda.

Vacía, podría decirse... de no ser porque la que realmente estaba vacía era esa valija.

Cierta noche, en la que caminaba por la arena de una playa arrastrando las ruedas de su inquebrantable compañera, un cangrejo se cruzó en su camino.

Era pequeño y caminaba hacia atrás.

La mujer se apartó el pelo de la cara y, con una genuflexión, se agachó para intentar atrapar al crustáceo.

El animal se escondió en la parte baja de la maleta, desapareciendo del abrazo que pretendía articular la errante dama.

Su amistad duró muchos años y el animal acompañaba a su recién conocida amiga en las peripecias y destinos más recónditos.

Ella respetaba que él se hospedase en los bajos de la maleta y se reconfortaba con el conocimiento de su sola presencia.

Sin mayores peticiones. Sin demostraciones de efusividad alguna.

Varios años después, posiblemente en Helsinki, el cangrejo comenzó a llorar y se desprendió del que había sido su refugio.

Echaba de menos la arena de su playa natal.

La mujer, alertada de la situación, sintió, por vez primera en su vida, la congoja de lo que se le antojaba como una pérdida irreparable.

Y, como despedida, pretendió abrazar al cangrejo.

Éste, en un movimiento rápido, huyó y la mujer jamás volvió a verlo.

Las voces más autorizadas juran que, en un acceso de pánico (algunos lo calificaron de amor), adquirió un cuchillo de larga y afilada hoja.

Esperó a la madrugada.

A que la luna bañara la playa.

Y deshizo en mil jirones la tela de su maleta.

Después comenzó a caminar en dirección al mar.

Hasta que se fundió con él.

Sin respirar.

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