06 julio, 2010

LA PÉRDIDA


Se sentó al ordenador e intentó recomponer sus ideas.

Sabía que todo sería en vano.

Pero deseaba demostrarse que sus ánimos le hacían ver más allá de los cinco días futuros siguientes.

Comenzó a recordar.

Sorprendentemente, cuando tenía casi escrita la primera frase, se le presentó la imagen de una agenda de tapas de plástico negra que aparecía, de un modo sorpresivo (y sorprendente), entre sus sábanas.

Quiso recordar.

Buscó una explicación.

Dibujó probabilidades.

Y se encontró, otra vez, con el vacío.

Dejó pasar unos minutos, tranquilo, escuchando las versiones de las rancheras de J. A. Jiménez.

Hasta que se entretuvo en un párrafo aleatorio del escrito de la noche anterior.

Sus líneas le llegaban a oleadas y sus dedos escribían al dictado de algún ser superior.

Encegueció su pensamiento...

Pasados unos minutos, y como recién salido de un estado de difícil definición, observó la pantalla y descubrió el texto, ese texto (escrito, esta vez, en una segunda toma... igual de real, igual de cruda).

Pulsó un botón de la pantalla con el puntero.

Y volvió a suceder.

La pantalla se coloreó de negro.

Miró al frente y adivinó un libro que ya había leído.

Accedió al portal de una red social, deseando llevar a cabo una actuación que no se atrevía a acometer.

Sentía el final muy cercano... e, inquieto, se apresuraba a saldar cuentas pendientes.

Faltó arrojo.

Abrió un documento en blanco y se prometió continuar escribiendo sin seguir ley alguna.

Hasta que amaneciera...

Quizá, uno de los últimos amaneceres...

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