26 julio, 2010

LOS PAPELES


Nadie lo sabía, pero todo era mentira.


Por eso, día a día, con ilusiones renovadas, adquirían el diario y leían, con interés, la columna de aquel intrépido reportero.


Y, entrega a entrega, seguían sus andanzas por los más recónditos lugares del planeta, sintiendo como propias las aventuras y perfilando los avatares como si se jugasen en la ruleta de la propia existencia.


Pero todo era mentira.


Sin embargo, a todas luces, las historias resultaban lo suficientemente creíbles.


Con esa pizca de inverosimilitud que acontece en la realidad cotidiana y que separa la narración ficticia a la que se pretende dotar de precisión del devenir mundano y banal que, por su parte, admite las dosis más inesperadas de irracionalidad y magia.


La paradoja alcanzó cotas mayúsculas cierto día en el que, por estrictas motivaciones publicitarias, la columna tuvo que dejar paso a un faldón que refería las maravillas del nuevo automóvil de gama alta de la, autocalificada, marca más premiada de la historia.


La avalancha de correos electrónicos y cartas al director fue tal que, por vez primera, el propio Director del rotativo se vio en la obligación de tranquilizar a sus lectores, manifestando que había sido una ausencia debida a las paupérrimas ocasiones en las que el redactor venía transitando por Swazilandia.


Aquella comunicación engordó el mito.


Y los corrillos de gente en el trabajo aumentaban, en su cantidad, para abordar las peripecias y andanzas del escritor.


Hasta que un día, y fruto de un infortunado accidente de tráfico, el periodista falleció.


Y la realidad brotó al pie de su última (e inventada) crónica.


Decía algo así: "Nuestro compañero _______________ falleció, en la noche de ayer, cuando su vehículo se estrelló contra la fuente de la Plaza _________ de nuestra ciudad. Los miembros de la redacción rogamos una oración por su alma".

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