17 mayo, 2011

EL INTERROGATORIO

Dígame.
Él era un sujeto muy extraño.
Leía siempre mientras los demás dormíamos.
Siempre con su libro entre las manos, incluso cuando todos nos marchábamos a buscar refugio en las copas y en los cuerpos (en esos otros cuerpos).
Incluso no era extraño encontrarle amparado bajo el cobijo de una exigua luz, ensimismado y en un mundo inalterable a las injerencias externas.

Prosiga.
Bueno.
Se rumoreaba que consultaba los horóscopos... y que creía en ellos.
Los más veteranos nos informaron de que odiaba ser despertado en los escasos momentos en los que el descanso le arrebataba de la perpetua vigilia en la que parecía sumido.
Cuando abrieron aquella lata de hojalata, encontraron un cúmulo de sobres enviados, franqueados con sellos de varias décadas pasadas.
Algunos le envidiaban, otros le temían, muchos sentían miedo a mantener un enfrentamiento dialéctico con él... todos, absolutamente todos, coincidían en algo, era un hombre raro, un ser especial.

Usted cree...
¿... Si sería capaz de acabar con su propia vida...?
Esa pregunta es tan obvia que hace desembocar la respuesta en los terrenos más pantanosos y dubitativos.
El escenario del crimen, al menos así nos lo relató el entrenador, estaba compuesto por un libro abierto, impoluto, sin dobleces, ni marcas, en las esquinas de sus páginas, y un balón de fútbol.
Sí, claro, sí pudo ser él...
También es dable pensar que se dejó escapar a ese cielo azul repleto de estrellas del último poema que no logró concluir...
Es bello afirmar esa creencia, ¿verdad?

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