11 mayo, 2011

LA CEGUERA DEL ÁGUILA

El mensaje resultaba evocador y comprometido, a iguales partes.
Tanto que (casi) se arrepintió en el momento justo de pulsar la tecla de envío.
A la salida del bar, en el cielo, las estrellas de Madrid se antojaban en eterna pelea con las de Buenos Aires y la larga y sinuosa subida de Gran Vía se hermanaba con la recta incansable de la Avenida de Santa Fe.
En la basura, un mendigo repasaba las viejas ediciones de una serie cinematográfica sobre fenómenos paranormales... los gatos le observaban con una mezcla indisimulada de desprecio y respeto.
Una vieja mujer se tapaba la cabeza con unas pesadas carpetas llenas de documentos y asaltaba a los escasos transeúntes inquiriéndoles sobre si podían cambiarles unas monedas (sin precisar la operación, ni su mecánica).
De la furgoneta que repartía las primeras ediciones de la mañana de los periódicos nacionales descendió un hombre mal afeitado que, entre dientes, tarareaba una ranchera de José Alfredo Jiménez.
Con una inevitable persistencia, atendía el aviso de recepción de mensajes de su dispositivo electrónico de localización que permanecía en el más completo reposo.
Imaginó que se suspendía en el aire, proyectándose sobre los edificios y obteniendo una privilegiada y panorámica visión de la ciudad.
Abrió los ojos.
Y todo era mentira.

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