26 mayo, 2011

TORMENTAS DE NIEVE



Me sorprendió comprobar que los cordones de los zapatos se hallaran atados.



Corrijo.



Me aterró.



Medité y asumí la presencia de pequeños habitantes que jugueteaban con mi tranquilidad gracias a sus bromas y maniobras.



Aquella noche había nevado sin parar.



Las cabecera de las ediciones digitales de los periódicos referían un magnicidio tan doloroso como esperado.



En mi despensa, el café se había agotado varios días antes y las alarmas de mi sistema nervioso no cesaban de sonar.



Los cordones estaban anudados y mi memoria no fallaba cuando repetía el mecánico gesto de la noche anterior que deshacía el bucle previo.



Tres semanas antes, en la misma penumbra en la que ahora se encuentra esta habitación, con voz firme y decidida, dijiste que te marchabas para siempre jamás.



Recogiste todo, excepto una vela perfumada que compramos en el mercado de _______, en el que, posiblemente tú ya supieras que constituiría nuestro último viaje.



La cera de la vela, ya consumida, se amontona, deforme y obesa, sobre la madera de una mesa en la que estaban grabadas nuestras iniciales.



He pensado salir a la nieve, caminar varios pasos, ver mis huellas en la inmaculada blancura y dejarme caer, como si hubiese sido abatido sorpresivamente.



El reloj ha sonado en un número impar de campanadas.



He intentado introducir mis pies en los zapatos, pero éstos no ceden a la presión de la lazada.



Desistí de mi aventura exterior.



Fantaseo sobre la posibilidad de que tu espíritu me habite y se divierta atando mis zapatos... en noches de tormentas de nieve.

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