22 mayo, 2011

LA SIESTA




Yo no olvidaré, jamás, la primera vez que dormí con una mujer.




Ella, que ya era una mujer de verdad, con sus veintidós años y algún dolor intrigándole en las entrañas, posiblemente no lo recuerde. A buen seguro, ni le otorgó la más mínima relevancia.




Yo tenía ocho años, una sensación de asfixiante calor y unos horribles calzoncillos blancos, clásicos y estúpidos, como casi toda la ropa interior masculina.




Ella también tenía un sujetador blanco y unas minúsculas bragas de ese mismo color, con encajes en un rosa que a mí me recordaba el color de los chicles al estar muy mordidos.




Aquella tarde, tapados con una sábana azul, ella me pidió que cerrase los ojos hasta que despertase.




Entonces se bajó sus bragas (yo, lógicamente, incumplí mi trato) y recibí como en una sacudida eléctrica la desnudez de su bajo vientre en mi pecho.




Poco después, esa corriente se dispersó hacia abajo, buscando mis piernas y sentí el crecimiento de un miembro que, hasta la fecha, actuaba un papel secundario en toda la película de mi vida.




Supongo que ella, con esa ventaja que conceden los años y una situación de parentela lo suficientemente distante, adivinó mi treta y, en silencio, aprovechó para bajar mis calzoncillos mientras me susurraba al oído que iba a sudar demasiado.




Cuando me desprendía de mis estúpidos calzones, notó la tremenda erección que habitaba mi entrepierna y no pudo evitar una sonrisa.




Después, con sigilo, se dio media vuelta y durmió, enrocada en su inabarcable y limpia espalda, el resto de la tarde.




Yo no dormí nada.




Guardaba cada detalle en mi memoria como si, al levantarme, fuera a pintar todo en un lienzo.




Jamás supe reflejar ninguna sensación en un dibujo o una pintura.




Y todo lo demás lo dejé relegado a esta memoria que hoy aflora al teclado de este desvencijado ordenador portátil.

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