08 abril, 2009

CIUDADES


Muchas de las ciudades que he recorrido, me han parecido ajenas, con su coraza impermeable, llenas de secretos que evaden cualquier tipo de acercamiento.

Quizá sólo existan dos lugares en el Mundo que considere como propios, en los que admita una suerte de pertenencia, de ligazón...

En uno, el tiempo parece no pasar. Todo continúa en una rutina en la que los movimientos, por importantes que sean, parecen imperceptibles. Mi vuelta es irremisible. Su lejanía me provoca ansiedad y agonía, junto a una muy mal llevada añoranza.

En otro, sin embargo, percibo la ambivalencia del rojo y el negro. El poder adictivo de la rapidez y, a la vez, la descarga de hastío que genera su continuidad.

Siempre, al planear un viaje a un destino desconocido, me planteo para quién supondrá su punto de referencia ambivalente o, en su caso, el descanso del guerrero, el retorno del fatigado samurái.

Incomprensiblemente, odio los mapas.

Con los planos de las ciudades que voy a visitar por primera vez entablo una dudosa amistad y cercanía, que dura el tiempo (escaso, quizá) en el que la localidad se me revela, tras unos cuantos paseos.

A veces, confundí imágenes (o retazos de ellas) de un municipio con otro entorno...

Entonces miro hacia atrás... y sé que el olvido sólo borra lo que le permitimos.

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