28 septiembre, 2010

EL TRONCO


Todas las ciudades esconden, al menos, un nombre de mujer.

Esa era la máxima que había bruñido en algún retazo de inspiración... quizá olvidada.

Aquella noche deambulaba con paso despistado... golpeado.

Caminaba como si su cuerpo se antojase un pesado fardo que, para continuar en movimiento, requería cantidades ingentes de energía.

Tenía preparado un cúmulo de bellas palabras y todas se resquebrajaron al advertir una (tercera) mirada, invitada (y desenfocada) en un tiempo pretérito, en el prólogo del pasado, en la fértil memoria que no ha ardido del todo cuando el humo ya ha concluido su ascendente camino hacia el cielo.

Quiso recrear esa preciosista cantinela, preparada entre los desvelos y las sensaciones que nunca deberían escapar de lo más profundo del corazón... de la debilidad del sometimiento, de la delgada línea del precipicio que separa el amor del desastre.

Interpretó una señal que, raspada, se antojaba específica en el tronco del árbol de la ciudad.

Y supo que, durante esa noche, todos los pasos resultarían baldíos.

Aspiraba a encontrar el nombre que desencadenara el torrente de sentimientos que se habían visto obturados por esa imagen, por la temible e inevitable concatenación de ideas, de pensamientos... la ilación de la zozobra.

Se sentó en un banco herrumbroso, castigado por la intemperie.

Permitió que el viento de la noche le clavase aguijones en sus entrañas.

Y se sintió vacío por dentro.

Como nunca.

Como jamás antes.

Como si, en su interior, latiese, aún, un corazón... humano. Susceptible de ser afectado por la temporalidad de las palabras.

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