29 septiembre, 2010

EL ÁTICO


F. había arrendado un pequeño ático, con vistas a la plaza del pueblo, en su último intento de olvidar(la).

Le llamó la atención que el hombre que se había presentado como representante de la agencia inmobiliaria, aparte de no ofrecerle su tarjeta de visita, estuviera constantemente atento de la puerta de entrada.

¿Esperando a alguien? ¿Temeroso?

F. firmó, desganado y sin leerlo, el contrato integrado por tres páginas, en cada una de ellas.

Dos días después (jornadas que había pasado en la cárcel de su nuevo lugar de escape [el intento de huir escondiéndose, tremenda contrariedad]), F. bajó hasta el portal y, sorprendido, observó que, en su buzón, lo esperaba un paquete de considerables dimensiones.

Pensó que debía tratarse de un error.

Lo miró con cierto recelo y decidió subirlo para examinarlo, con más cuidado y detalle, arriba.

Retiró la cinta, que formaba un nudo perfecto en el centro de la caja, y extrajo, con sumo cuidado, un fardo de cartas, sin abrir, que se hallaban, al igual que el paquete, perfectamente anudadas con un hilo carmesí.

Se sintió profanando un territorio extraño, ajeno... íntimo.

Se dejó caer en la cama y tomó las cartas cerciorándose de que la primera que abría era la que contaba con el matasellos más cercano en el tiempo.

La leyó con la lejanía y la sorpresa de aquel que no es parte integrante de la historia que se le presenta.

La misiva hablaba de un asesinato que iba a tener lugar, al menos en el momento en que las palabras eran escritas.

Se detallaban, con todo lujo de detalles, las actividades y el procedimiento por el que la víctima iba a resultar asaltada y su vida le sería arrebatada, sin compasión.

F. se percató de que era la primera carta que caía en sus manos en la que no había una despedida al uso.

Las palabras se interrumpían de un modo abrupto.

Tétrico.

Señalando el lugar en el que se encontraría el cadáver.

F. cayó en la cuenta.
El trazo de la letra le sobrevino familiar... y femenino.

Abrió el armario.

Y vomitó.

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