09 junio, 2009

EL LEÑADOR


La nieve tinta de blanco el bosque y un viento escarchado agita el silencio.

El leñador se ajusta el raído gorro de lana a su cabeza.

Siente el doloroso frío en las manos, pero le gusta notar el roce de la madera del mango del hacha cuando la porta, como una prolongación de su propio brazo, como la vida que continúa desde el hombre hasta la Naturaleza, cuando golpea, con severidad y rotundidad, los troncos.

Una ardilla, cual saltimbanqui, piruetea para apenas rozar la nieve...

El hombre la mira enternecido mientras sigue ahondando sus botas por el camino.

Apenas un gesto, siquiera un recuerdo.

Tararea una antigua sonata que su padre le enseñó una mañana inhóspita e insalubre, como ésta que, ahora, acoge sus diatribas.

Hace demasiado tiempo. Tanto, incluso, que ya ni importa (ni interesa) su medida.

Tanto que olvidó la fragancia de las entrañas de aquella mujer, mas no su rostro, ni su sutil compostura.

El sendero se convierte en más y más escarpado y el leñador deja caer sus hombros, mientras la hoja afilada del hacha acaricia la nieve, silbando una cantata indescriptible.

De repente, ante el árbol más alto, el hombre suelta el hacha. Busca en sus bolsillos y extrae una pequeña navaja con la que comienza a inscribir en la corteza.

Una sola letra, bien construida, sobria, rígida...

Después, la mira fijamente, se desploma en el suelo, sus rodillas sobre el borde del hacha y, sin inmutarse, traza dos líneas horizontales que parten de sus muñecas hasta el antebrazo.

La sangre inunda la nieve, coloreándola y otorgándole vida.

La letra se ilumina.

El leñador expira.

Y la ardilla, ajena, reza para que llegue la primavera.

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