14 junio, 2009

LA CONCIENCIA DEL MAL


Me adentré en la oscuridad... y ya no pienso, quizá ni pueda, volver atrás.

Mis manos acarician una caja de madera muy maltratada por el paso del tiempo.

Siento como alguna astilla se adentra en mi piel... y dejo que el dolor vaya creciendo, lentamente.

Apenas los reflejos anaranjados, de las pocas farolas que permanecen íntactas, iluminan el asfalto de la calle.

No siento temor, avanzo decidido sin conocer mi rumbo.

El tiempo parece detenido, pero el curso de los acontecimientos no entiende de segunderos que corren a velocidades monótonas.

Nadie puede verme, desaparezco en la sombras, en el tenebrismo de una noche que se antoja de verano sin serlo.

Una presencia sigue mis pasos... supongo que es el Mal. O, quizá, única y exclusivamente su conciencia.

Abro la caja.

Extraigo un bello pañuelo blanco con encaje y aprecio, acariciándola con mis secas manos, la letra bordada. Recorro sus perfiles, zigzagueantes, algo abombados, simétricos ante una hipotética línea que la partiera por su medio horizontalmente.

Recuerdo aquel amanecer, únicamente violado por el ruido del agua cayendo sobre el césped y por los vuelos de las aves soñolientas.

Y atesoro imágenes y destellos que auguro como míos, pero que se antojan ajenos (como si las sensaciones tuvieran título de propiedad cuando se viven en una especie de arrendamiento temporal o circunstancial).

La presencia me habla en un lenguaje confuso.

Niego y me limito a arrojarle la caja, apretando el pañuelo contra mi pecho, como esperando que la letra fuese de fuego y pudiese estamparse en mis entrañas. O, al menos, que consiga dejar su rastro en mis ropas y esa nimiedad sea útil para aferrarse a la verdad.

En dos lugares muy separados del Mundo amanece con una hora de diferencia.

Y el silencio y la ceguera abrazan a la confianza.
La presencia vuelve a visitarme y únicamente de mis labios, musitada, sólo una pregunta que, ahora, no consigo recordar.

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