21 junio, 2009

EL RELOJERO


"El día del aguacero, dime dónde te metiste, que no te mojaste el pelo. Voy como si fuera preso: detrás camina mi sombra, delante mi pensamiento". Anónimo (y flamenco).


F. era un afamado maestro relojero al que la perfección (y la inspiración) colocó en la senda de la búsqueda.

Con las manos francamente temblorosas por el rigor del paso del tiempo y la exactitud de su artesanía, olvidó el acogedor y reparador paraje de su antiquísima relojería situada en pleno centro de V, asumiendo que su grial le obligaba a aventurarse frente al espacio y, quizá, al poco tiempo que pudiera restar.

En un viejo pañuelo de seda, marcado con sus iniciales por su laboriosa abuela materna, envolvió las precisas herramientas que, con delicada parsimonia, había estado limpiando durante la última quincena (como el asesino que, decidido a cometer el magnicidio durante tanto tiempo planeado, y como gesto de honra a su víctima, prepara sus utensilios para la gran cita).

Visitó los más recónditos y variopintos rincones, charlando con los pares de su gremio y atisbando siempre la posible argucia que la antigüedad pudiera reservar en los discursos impostados de aquellos a los que se enfrentaba.

Y, por las noches, releía los manuales que su padre había heredado de su abuelo, como muestra ancestral de una técnica y sabiduría que permeaba entre generaciones.

Sólo en las madrugadas en las que, por la inquietud y el pesar, percibía como si su alma abandonase su cuerpo físico, se refugiaba en la lectura de un viejo folletín en el que un espadachín, atormentado por encontrar la estocada perfecta, se batía en duelo ante el más feroz e imbatible enemigo (el amor).

Cuando había recorrido prácticamente Europa entera, decidió emprender su camino de retorno al hogar. Algo hastiado por el resultado adverso de su empresa.

Cierta noche se hospedó en una inhóspita y sombría fonda de L. que se alzaba tras un terraplén del camino.

El suelo de su habitación era de piedra.

El hombre se postró de rodillas y observó una inscripciones que, entonces lo descubrió, el eterno peregrino había marcado para la posteridad, para el inconformista espíritu aquejado por el sentir de la verdad.

Abrió su pañuelo.

El aullido de un lobo, desgarrador, sonó en la noche.

A la mañana siguiente, la posadera no pudo reprimir un grito al abrir la puerta de la habitación.

Los pies desnudos de su cliente colgaban apenas cuarenta centímetros por encima del suelo.

Su rostro, sin embargo, aparentaba satisfacción y tranquilidad.

En el suelo, cubiertas por el pañuelo, la Policía encontró unas herramientas usadas para limar piedra.

Nadie supo adivinar el sentido del símbolo recién tallado en la piedra del suelo de la habitación. Tampoco del resto.

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