17 junio, 2009

FRONTISPICIO


"Pero en cuanto a V. - V. enamorada- los motivos ocultos, si es que los había, permanecieron en el misterio para todos los observadores. Todos los que estaban relacionados con la obra sabían lo que estaba ocurriendo (...)". V. Thomas Pynchon.

La definieron como una mujer de perfil desdibujado y él supo que viviría, lo que el Destino le tuviese encomendado, sólo para encontrarla.

La siguiente noche en la que se anunció su presencia fue en un restaurante japonés. De entorno y ambientación minimalista y con luces tenues, acogedoras, cálidas.

Compartía mesa con dos fraternales comensales, compañeros de batallas pretéritas, hombres que sabían interpretar el delicado sentir subyacente en el silencio.

En el súbito instante en que se difuminó, como en las ondas concéntricas leves que deja una piedrecita al caer al agua, su imagen, él percibió que se había ensuciado su costosa chaqueta con lo que, a buen seguro, era salsa de soja (y pensó en el largo contenido de la nota con instrucciones de lavado que dejaría a la lavandería del hotel).

Sin embargo, y aun con la inquietud y pesadumbre que le suponía la mancha en su prenda, se despidió abrazando a sus amigos, que le dedicaron la última mirada de preocupación.

Como en el barco que se hunde, el último en percibir la magnitud de la tragedia es, siempre, el capitán que, aferrado al timón, pretende superar las adversidades incluso sacrificando su vida.

Decían que el lenguaje era incapaz de nombrarla. Aseguraron que la pintura no encontraba el color adecuado para retratarla. Incluso la escultura se antojaba un arte menor para difundir su plenitud.

Y él la continuó buscando, escuchando la cadencia de los sonidos que, como los pasos perdidos, siempre llegan amortiguados.

Deseoso de encontrar algún retazo de indicio.

Sin rumbo, guiado por la supremacía del icono soñado.

Y, en el plomizo ahogar del bochorno de aquella noche que avecinaba el verano, principió una oración desconocida.

Descreído. Íntegro... y malévolo.

Y la música se le volvió a aparecer y, entre susurros y silencios, le dibujó el perfil desdibujado.

Caminó. Anduvo kilómetros y siglos.

Y al frontispicio de sus recuerdos, grabó la sentencia que nunca pronunciaría.

Asumió que, incluso fatigado por los rigores de la búsqueda (vencedor o perdedor en su empresa), se podía considerar el ser más privilegiado (aun cuando, a su alrededor, sólo le observaran rostros de incredulidad e inquietud).

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