12 octubre, 2009

S.


Sobre la mesa, reposa una carta manuscrita.

La pluma ha quedado tumbada, cruzando oblicuamente el papel y señalando con su punta el críptico y sinuoso trazado final que se antoja anónima firma.

En alguna habitación cercana, cerrada al resto, unos dedos acarician, con ternura, las cuerdas de una guitarra que pronuncia la más triste y nostálgica melodía.


A otra mesa, con cierta separación terrenal de la primera, cuatro jugadores mantienen firmes sus naipes, sosteniendo un sepulcral silencio que riega de desafío el ambiente.

Uno de los hombres dirige su mirada hacia la mesa y calcula mentalmente los puntos que ha de reportarle la última mano para alzarse vencedor. Y musita, entre dientes, una maldición por la ausencia de alguna carta más alta.

Separa los codos del tapete y, dando la vuelta al papel en el que se acogen las puntuaciones, dibuja un trazo sinuoso en el envés, con la sorpresa y alta inquietud del resto de los compañeros de mesa.

Y permite que el bolígrafo ruede en oblicuo, apuntando al final del trazo recién creado.


La formica del tablero revela el carácter meramente funcional de la mesa.

El teclado del ordenador, una de esas novedades plegables que revelan el interés del ergonómico moderno, se encuentra adornado, en sus laterales, por multitud de hojas amarillas adhesivas que recuerdan claves de acceso a programas y aplicaciones informáticas.

Es más que madrugada y, al fondo, tan solo se escucha el metódico quehacer del personal de limpieza vaciando papeleras y colocando las sillas con ruedas a las mesas adecuadas.

El hombre recuerda las palabras de un poema de Neruda que alguien escribió, con tiza y letras mayúsculas, en la puerta de madera de una abandonada casa del barrio de Chiado.

Transcribe las mismas, temiendo errar en su evocación de la lengua portuguesa, y concluye con una firma serpenteante, mientras eleva el teclado para que éste cubra todo el texto excepto la rúbrica.


El viajero apenas consulta su reloj. Conoce tan bien el camino que se deja guiar por las imágenes que le deparan las ventanas del tren.

Absorto en la letra de la canción que escucha, atado a los auriculares de su antediluviano reproductor musical, atraviesa un túnel y, en la oscuridad, adivina la macabra imagen de una violación múltiple.

Y sus fantasmas le inspiran un breve relato que se apresta a pergeñar en su cuaderno de tapas negras, cuarteadas y castigadas por las vivencias.

Halla, sorprendido y angustiado, que no hay más hojas en blanco.

Y, con un trazo firme, veloz y vertiginoso, cruza con una doble y continua línea curva la última página.

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