05 agosto, 2011

EL LIBRERO



El librero colocó un nuevo volumen en la estantería.



Ya no se sentía extrañado.



Por algún motivo, francamente explicable, según había concluido, los ladrones decidieron hacer presa de aquel tomo encuadernado en rústica y con cubierta roja.



Había perdido la cuenta de las ocasiones en las que tuvo que reponerlo.



Incluso, en algún instante de revolución interior, valoró no volver a incluirlo entre los ofertados.



Pero su honestidad y compromiso con la Literatura, con su peculiar modo de entenderla y propagarla, le obligaba, en un ejercicio de nobleza desmedido, a dirigir sus pasos hacia el hueco creado por las hábiles y rápidas manos de los ladrones.



Y sonreía.



Recordaba la primera ocasión en la que acabó el libro, en la canícula de una madrugada donde reinaba el canto de los grillos escondidos.



Y aquella pregunta.



El interrogante que surgía ante ese último dibujo... y la terrible sensación de poder haber errado en las conclusiones derivadas por la lectura.



Y la insoportable inquietud de fallar al idolatrado escritor... a su percepción y a su mensaje.



Después, tras varios encuentros, más pausados, descubrió detalles escondidos, imágenes valiosas entre lo que, antes, asemejaba mera conducción, reflejos de joyas entre la nebulosa de una prosa que principiaba el terror.



Y sosegó la necesaria paz por el descubrimiento de la respuesta, valorando, única y exclusivamente, su búsqueda.



Por eso volvía a dejar el libro, incitando a su robo, para que las preguntas jamás acabasen.

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