20 mayo, 2009

MAR


Veo tus pies, sobre un lecho de piedras, en las cristalinas aguas del tranquilo mar que baña nuestras desesperaciones.

Los tambores de la batalla aún resuenan al fondo del mosaico guerrero (cubierto de fuego y preñado de sangre).

Permaneces ajena, extraña a todas mis insomnes cavilaciones, musa pretendida que confiere profundidad al bodegón retratado en el ambiente.

En el cielo, justo en la línea donde se besan las aguas y las nubes, el conflicto se plantea en términos de ajuste (y fricción) del armisticio.

Tu cuerpo desnudo, de espaldas, es la enésima maravilla que otorga un creador respecto del que perdí mi fe, en algún acceso de temor, representado en el barroco oratorio.

El suelo abrasa. El magma poderoso (subterráneo), a borbotones, golpea mis extremidades como el preludio de un caos definitivo.

Te giras, buscando mi presencia.

Coqueta, cubres tus senos con las manos y, sorprendida, agachas tu cuerpo para recoger un caparazón del suelo.

Abrasa y lo sueltas. En el choque, la estructura se parte en mil pedazos y mi melena cubre unos ojos que reflejan el dolor de las batallas perdidas.

Suspiras.

Tú sueñas con niños, al sol, saltando a la comba.

En mi mente, una mujer devora a su propio hijo, al escuchar los tambores del ejército enemigo.

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