12 mayo, 2009

SUICIDIOS


Era la quinta vez, en menos de dos meses, que acudía al cementerio.

La viuda lloraba desconsolada y, al final del duelo, un hombre, sigilosamente, preguntaba qué habría llevado al finado a tomar una decisión tan radical.

"Dicen que tenía problemas con el alcohol" -le susurró el otro en un tono que advertía culpabilidad.

El hombre se resignó a escuchar la letanía de oraciones (le sacudía la cabeza la escucha de la misma plegaria y le evocaban los entierros en los que últimamente se había personado) y, con desgana, se persignó como en una rápida y contundente sacudida.

El sol brillaba en lo alto del cielo y los árboles se mecían gracias a un viento que distaba muy poco de poder ser considerado incómodo.

Entonces, mientras el ataúd era introducido en el estrecho cubículo que lo acogería para siempre, con ese insoportable sonido que hiela la sangre, el hombre recordó la última vez que había disfrutado de la presencia de su amigo.

Y vislumbró que, siguiendo su antiquísima costumbre, éste se separaba los dedos de la mano izquierda con los de la derecha, en un gesto tan característico como incomprensible.

Y las palabras, que guardaría durante el resto de la eternidad como el epitafio desganado que sólo las muertes repentinas y violentas crean, le retumbaron en sus sienes:

"Quizá ellos tuvieran sus razones".

Se marchó antes de que el albañil municipal del cementerio concluyera el tapiado del nicho.

El sol estaba siendo cubierto por un cúmulo de espesas nubes que anunciaban tormenta.

En su lento caminar, se sorpendió separándose los dedos de la mano izquierda con los de la derecha.

Sonrió... Sí, en el fondo, todos tenían sus razones.

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