25 mayo, 2009

TENTACIONES


"De nuevo, el diablo lo llevó a un monte muy alto, le mostró todos los reinos del mundo y su esplendor, y le dijo: "todo esto te daré si te pone de rodillas y me adoras". (Mateo 3, 8-9).

El diablo viajaba entre las olas, sumido en un melancólico, y preciosista, cántico de sirenas.

Pero el mar continuaba siendo el refugio del horror.

Desde entonces, y durante cierto tiempo, el demonio se apostó en el saliente de un viejo puente y, noche tras noche, arañaba la piedra con dureza, dejando unas marcas a las que mi vista se abocaba irremediablemente.

Pero el cielo seguía transfigurándose en una especie de reducto de averno y temor.

Sin embargo, en el transcurso de una noche de verano, inesperadamente lluviosa, el diablo se acercó y me ofreció su imagen más sutil y cautivadora.

Y sentí como si el agua penetrase en mi cuerpo y el aire se filtrase entre los poros de mi cuerpo.

La sensación se asemejaba, con certeza y rotundidad, a los segundos posteriores al orgasmo, que permiten que la materia rompa las ataduras de su contenido y escape, expandiéndose por el espacio (y el tiempo).

Escuché su voz, que insinuaba sin solicitar, que perfilaba sin rematar, como los revoloteos de la mariposa dibujan la silueta del cuerpo de una mujer.

Y, en un acceso infinetesimal, se alejó, justo cuando mi mente aún dudaba en desvanecerse y caer rendida a su melódico discurso.

Y, en la confusión, pensé que la nieve era arena del desierto y la orientación se evadió de mí, pretendiendo nadar donde no existía agua, procurando correr sobre las procelosas corrientes que no conformaban adecuado firme...

Y las gotas de la lluvia me despertaron y asimilé que todo formaba parte del universo onírico.

Hasta que, caminando, encontré el puente y adiviné, nada escondidas, las huellas de unos arañazos sobre la piedra.

Excesivamente marcadas para ser humanas.

Excesivamente reveladoras de mi caída.

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