12 noviembre, 2010

EL COLUMPIO


Llegó caminando muy despacio.

Sintiendo sus pisadas en el lecho de hojas muertas.

Como si su peso derrumbase montañas.

La noche era cerrada y el viento se colaba entre sus ropas.

Se encogió.

Miró al frente y, entre sombras, adivinó el parque infantil.

Vacío.

Avanzó unos pasos más.

Presintió que alguien le estaba vigilando.

Algo improbable a las cinco de la madrugada.

El agua de la fuente cercana se había congelado.

Sacó su mano derecha del bolsillo del abrigo y abrió la portezuela metálica.

Ésta emitió un quejido herrumbroso y diabólico.

Entonces percibió que el columpio estaba en movimiento.

Meciéndose suave pero continuamente.

Un baile grotesco y pavoroso.

Imagino a una mujer, despreocupada, con las piernas extendidas y la cabeza levantada...

Intentando no tocar el suelo.

Desafiando la gravedad y pretendiendo volar.

Entornó sus ojos.

Recordó algunas palabras.

Evitó visitar otros terrenos comunes.

El columpio bailaba con el viento una danza de silencio y desafío.

Buscó en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo la carta.

Con la mano derecha detuvo el balanceo del columpio, aferrando fuerte la cadena de hierro que lo sostenía a la estructura superior.

Dejó el sobre, con una mínima mayúscula, en el asiento del balancín.

Se marchó.

Sin mirar atrás.

El columpio comenzó a moverse.

La carta se precipitó al barro.

La tinta se difuminó.

Pero el hombre no volvió.

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