15 noviembre, 2010

EL OLOR


El perro olfatea.

Mantiene en su subconsciente un olor que lo impregna todo.

Incluso ahora que deambula por lugares desconocidos.

Nuevos e intrigantes.

Pero el olor le inquieta... si fuera correcto, cabría decir que le duele, le golpea, le invade en su interior de una forma tal que no le permite avanzar sin dudar.

Levanta la cabeza del suelo y se siente como Stendhal.

Su cabeza se halla transtornada por la magnitud de las manecillas que vislumbra.

Jamás hubiese creído que la luz podía reflejar de un modo tal.

La piedra parece vibrar.

Materia en movimiento.

Pero ese aroma, ese poderoso olor embriagador que todo lo difumina y anega.

Se siente vacío.

Sus patas recorren los lugares que la fragancia impregnó con su evocadora destilación, con esa mezcla de sentimientos enfrentados.

He descubierto el rastro de un beso acontecido, si su percepción no le resulta equivocada, tres años atrás.

Justo enfrente hay una majestuosa fuente.

Y la gente sonríe.

El perro olvida su pasado.

Pretende dejar la mente en blanco.

Pero su olfato es portentoso... e inmune al engaño.

Gimotea.

Y los transeúntes le miran con cara de desconfianza.

Se tumba sobre sus patas traseras.

Dirige una mirada a un ciclo abierto y sin final.

Quiere olvidarlo.

Todo.

Aquellas noches.

Su sonrisa.

Sus palabras hirientes.

Pero su olfato le devuelve un recuerdo imborrable.

Llora.

Desconsolado.

Mientras el tumulto le arrastra a un parque oscuro.

Se resguarda bajo un árbol centenario.

Y cierra los ojos.

Y desea no respirar.

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