23 noviembre, 2010

LAS UÑAS


Mantenía, desde la niñez, un gesto inconsciente que repetía, hasta la saciedad, en los instantes de mayor preocupación y desamparo.

Se tumbaba boca arriba en la cama, encendía la luz de la mesilla de noche y revisaba, con la mirada, el estado de las uñas de sus manos.

Despacio.

Como si el tiempo no importara.

Otorgando a la acción una dedicación e importancia que permitiera hacer creer que los problemas, los que verdaderamente le importunaban y asediaban, desaparecían o, al menos, se resguardaban en la arquitectura de la tensión.

Comprobaba la longitud y crecimiento de las cutículas, sorprendiéndose del avance acontecido desde la última vez, independientemente de cuando hubiera sido ésta.

Imaginaba el trazado de líneas rectas que unían los puntos de inicio de esa piel muerta.

Soñaba que la lúnula ascendía, cubriendo todo el interior y coloreándose, por momentos, con la alegría del carmesí, el añil o el escarlata.

Procuraba facilitar que su mente estuviera vacía, completamente en blanco, concentrada en el reiterativo visionado de ese campo de juego de formas irregulares y poderosamente atrayentes.

Y soñaba... dejando que los segundos se vivieran en un paradisiaco y acogedor entorno en el que los ruidos eran mudos y los rayos de luz poblaban la existencia de manera ingobernable.

Entonces, como ahora, caía en la cuenta.

Reparaba en que, frente a él, ya no se alzaban ni sus manos ni sus uñas.

Parpadeaba.

Y saludaba, resignado, al fantasma.

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