01 noviembre, 2010

EL CAFÉ DE M.


La historia me la contó M. en un café desierto, en esas horas en las que el alcohol ya se hermana con la sangre de un modo tal en el que no cabe diferenciar entre realidad y sueño.

M. estaba triste.

Repetía, una y otra vez, en solemne cantinela, que la había perdido.

Quiso repetir la historia, pero las lágrimas le impidieron continuar.

Evitaba, con tremenda elegancia, pronunciar su nombre... pero preñaba su narración con detalles minúsculos que solo podían haber quedado en la retina de un especial observador.

Ordenó dos Dry Martinis.

Pidió que no fueran llenados hasta el borde... "pretendemos brindar", le dijo con cierta suficiencia al camarero.

Se sostuvo como pudo sin caer en mis brazos... y rompió a llorar.

Sus palabras salían a borbotones, en un torrente de gemidos incontrolados.

Era de ese modo indefinible que hace temblar las columnas.

Con esa luz cegadora que va deslumbrando a su paso.

Mantenía una impostura tal que sus palabras resonaban como cantos de sirena.

Desconocías, cuando concedía abrazarte, si estabas siendo presa de un inocuo encierro o del mayor de los tormentos.

Podías estar hundiéndote en el barrizal, mientras ella emergía, cual Ave Fénix, en su máxima majestuosidad.
Alguna vez, alegó que nos heríamos por igual.

Y ya no sé, o prefiero no afianzarme en mi creencia, si aquellas palabras las estaba pronunciando M.

Prefiero retener sus gritos y el gesto al despedirse.

Mezcla de rabia e impotencia.

Definición inexorable de un sentimiento íntimo y desolador.

"Ella era ella, pero no lo deseó ser".

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