31 octubre, 2010

LA SORDINA DEL MARTES


Odiaba la ciudad... y aún no la había visitado.

La temió con fuerza y anticipación, como a esas mujeres que, desde la lejanía, se antojan inquietantes, implacables y, por supuesto, inaccesibles.

Pisaba un suelo agotado por los reproches y los malentendidos.

Un firme descarnado y en llamas que los avocaba al terraplén del silencio y su coyuntura.

Pretendió sonreír con cierta gallardía y se encontró sosteniendo su cuerpo para que no se derrumbara en la tormenta del llanto menos reparador.

Miraba el techo pretendiendo evadirse de esas cuatro blancas paredes que le enjaulaban en un ataúd de recuerdos y nostalgias.

Odió esa ciudad y las consonantes repetidas en pequeñas palabras que se juró evitar pronunciar.

Con los pasajes en la mano, los viajes planeados parecen más cercanos a concluir.

Con los labios recién besados, los miedos se presentan como fantasmas de carne y hueso, sonrisas inquietantes y gestos humanos.

Alguien, en el ínterin del sótano al ático, estimó conveniente apagar la luz de la habitación y permitir que la música continuara sonando.

Como si las historias no se acabaran aunque el público ya se hubiera marchado.

Como si retumbaran en sordina.

Como si llegaran al igual que lo hacen los ecos de las ciudades desconocidas y odiadas.

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