21 octubre, 2010

ENTONCES


Le miró con fiereza.

Sostuvo su silencio varios segundos.

Y se vio obligada a parpadear.

En su interior, se cocinaba un auténtico hervido de improperios y reproches... que no articuló, que no fue capaz de verbalizar.

Quizá solo en el fuego que golpeaba y luchaba por salir de sus ojos.

Sí.


Él había fijado su mirada en un punto indeterminado del techo.

Se alisaba el pelo con ambas manos, con gestos eléctricos y acompasados.

Fingía escuchar, mientras, internamente, tarareaba una vieja canción que había escuchado en las noches de onanista pubertad.

Conocía la causa de la estampida que, milagrosamente, se retenía en la estampa a la que se enfrentaba.

Quizá no era solo fuego lo que se escondía bajo esa efigie de hielo y rabia.

Sí.


El reloj de pared se detuvo.

De la pared izquierda, repentinamente, un cuadro se desprendió, arrojándose inopinadamente al vacío.

En la mesa redonda de madera, que se hallaba cubierta por unos raídos faldones que pretendían parecer terciopelo, reposaba una invitación a un evento ya celebrado.

Al fondo, más al fondo aún, un gato serpenteaba entre las tazas sucias que habían ocupado el fregadero.

El mundo se había detenido.


Ella susurró un poema de Rilke.

Él visitaba los terrenos perdidos de una pintura de Gauguin.


Finalmente, se vieron encarados y perdidos.

Como aquella vez en la que, a falta de una salida mejor, decidieron sellar su derrota con un primer apasionado besos en los labios.


Sus mundos, sin embargo, ya se habían derruido.

Incluso entonces.

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