25 octubre, 2010

OBRAS DE ARTE


Hay algo intuitivo en asesinar a un hombre.

Hablo, lógicamente, de la primera ocasión o, al menos, de la primera vez en que uno lo hace de una forma determinada.

Salvo que ustedes hayan podido disfrutar de una mayor formación que la mía al respecto, lo cual no resulta nada descartable, no recuerdo la existencia de ningún manual que permita una mayor ilustración sobre los pasos a seguir o el procedimiento artístico del asesinato, en sus diferentes modalidades.

De todos modos, hoy, quiero convencerme de ello, siento el pánico acumulado (otros quizá lo denominen nerviosismo) que atenaza mis músculos antes de actuar.

Podrían creer que la empresa de hoy es más sencilla que de habitual. Tampoco se alza como más complicada que otras. Ni tan siquiera la persona con la que debo acabar reviste ningún tipo de especialidad digna de mención.

Todo es hoy, o puede que esa sea mi equivocada percepción, ajeno, vivido con la distancia que se hace con relación a las imágenes de una película en el cine.

Justo cuando hablo con ustedes, en este medio unilateral y cómodo que son las cartas universales y abiertas, me percato de que, durante las últimas cinco horas, he mantenido una insoportable duermevela que convirtió mis sentidos en los de un felino atrapado y hostigado. Iniciados para el final... alertas.

Mañana, con suerte esta tarde, cuando mi obra de arte esté en la plana mayor de los periódicos, nada habrá escrito al lado, al menos en un suelto, la nota necrológica que hubiese merecido mi existencia.

Por eso, quizá, me decidí a escribir esta carta.

También tuve tiempo de despedirme de los pequeños instantes, de recorrer esos lugares comunes que me marcaron y a los que no volveré, de recordar aquellos cuerpos que fingieron ser míos para jamás regresar.

Junto al rifle con mira telescópica hay una jeringuilla esperando ser utilizada.

El resto del escenario está conformado por un libro del que no conoceré el final.

A mí, supongo, me encontrarán con una sonrisa insinuada en el cadáver.

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