09 octubre, 2010

SU MENTIRA


Ella mintió en la Via del Gianicolo.

Puede ser que no lloviera, quizá no lo hizo durante aquellos extraños seis meses.

Volvió a hacerlo (mentir) en el Ponte Principe Amedeo... y , cuando acabó sonriendo en Piazza dell´Oro, sentí que aquella historia estaba siendo vivida por otros sujetos.

Ya no llovía.

Nos miramos a los ojos como aquella primera vez, pero ya no se percibía nada.

Lancé mi paraguas a una sucia y vieja papelera de la Via Paola y me inundé de la desazón que provoca la constatación de los errores.

Ella paseaba unos cuantos metros por detrás, expectante y espectadora de mi paulatino derrumbe, traviesa y vencedora bajo un cielo que se había abierto sin compasión.

Ya no llovía cuando enfilé el Ponte Sant´Angelo.

La luna adornaba las torres del castillo y mi boca no deseaba pronunciar palabra alguna.

Retrocedí y mi mirada se encasquilló en el rumor del agua del Tíber.

Ya no llovía, pero cualquiera podía escuchar las gotas de agua que, desde el cielo, se refugiaban con sus hermanas en el río.

Ella me observaba con desgana.

Ella había vivido esta falta historia mucho tiempo atrás y, como los ministros perseguidos, conocía los pasadizos secretos que le habilitaban una salida de escape ante el peligro.

Ya no llovía.

Yo había abandonado mi paraguas, al igual que mi compostura, olvidando el vigor y la prestanza ante las derrotas.

Ella había mentido.

Quizá, como la lluvia, nunca lo había hecho, pero yo me resistía a rendirme ante esa fatídica sensación de humedad y soledad.

Estuve a punto de pronunciar su nombre en la lluviosa noche.

De permitir que mis manos se perdieran entre su melena larga, como aquellas otras noches.

Estuve a punto de imaginar que nada había ocurrido, que mi cuerpo no se había derrumbado tras aquella noche sin dormir y su correspondiente mañana errante en una ciudad vagamente conocida.

Casi tenía escrito un final diferente para aquella historia.

Un epílogo abierto y no concluyente.

Creo que ya no llovía.

Ella torció su gesto y volvió a acariciar, nerviosamente, su oreja derecha.

Echó a correr por Via della Conciliazione y acabó en un escondido bar de la calle Donados.

Ya no llovía, no.

Pero su pelo continuaba mojado.

Y, en la mesa del restaurante, nadie esperaba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario