08 octubre, 2010

TEATRO


Actúas.

Has olvidado todos tus miedos en el camerino.

Los focos cincelan los ángulos de tu rostro en tensión.

Actúas.

Declamas, aprovechando el juego de inflexión de tu voz y los silencios ahogados que percibes desde la platea.

Entornas tus ojos, desdibujando los perfiles de los habitantes de las primeras butacas que te admiran, boquiabiertos.

Actúas.

Dejas caer tu porte en el entarimado y tu piel siente el frío de las maderas en su interior.

Fuerzas una lágrimas que brotan sin dificultad, en un torrente de pesar fingido y creíble.

Actúas.

Las luces se atenúan y tu respiración se entrecorta.

Respiras con el diafragma, académicamente, para ilustrar la última escena con el vigor y la compostura que ellos esperan.

Actúas.

Sitúas tu mirada en un punto indeterminado del techo del teatro.

Sabes de memoria ese fragmento del poema que da fin a la obra, el epílogo cruento y cerrado que precederá la riada de aplausos.

Y, sin embargo, de tu boca se escucha un irrepetible jamás le amé.

Y el silencio (perplejo y extrañado), tras tres segundos, rompe en cerrada ovación, en reconocimiento.

Actúas.

Disimulando que el personaje, esta vez, no eras tú.

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