05 noviembre, 2010

LA COPA ROBADA


D. quería ser famoso.

En cierto modo, tan solo soñaba con alcanzar las portadas de los diarios futbolísticos de su barrio.

En aquella época, y en su país, el balompié era un fenómeno popular, pero el conocimiento de las figuras deportivas no era, ni con mucho, el que, con el paso del tiempo, lograría alcanzar...

D., además, no reunía las condiciones físicas necesarias para contar con la confianza de los entrenadores de los equipos que militaban en su ciudad y que, por otra parte, tampoco habían cosechado, jamás, un éxito de la suficiente entidad.

Soñaba que lo harían con él al frente del conjunto y dejándose todo su empeño, valor y empuje en demostrar su valía deportiva.

Lo soñaba, pegado al alambre de la valla que separaba la grada del campo, escuchando el esfuerzo de los laterales y extremos en sus galopadas junto a la línea de cal.

Cierta noche, con motivo de la celebración de la final del torneo de copa en su localidad, D. se apresuró, por la noche, a visitar el trofeo que estaba expuesto en el escaparate de la tienda de mayor afluencia, en el centro de la localidad.

Sus ojos se abrían como platos.

D. esperó a que todos se hubieran ido y alertó, desde una cabina cercana, respecto de movimientos sospechosos en la calle adyacente a los grandes almacenes.

D. lanzó la piedra. El cristal se fracturó en mil pedazos.

Extrajo el galardón y corrió como si tratase de escapar del más rápido de los defensas.

Las sirenas ululaban al fondo y D. se escondió en un callejón oscuro, al abrigo de unos cubos de basura y abrazando el metal junto a su cansado pecho.

Pronto se quedó dormido.

Los periódicos del día siguiente se hacían eco, con gran consternación de la noticia.

La Federación, en comunicado oficial, amenazaba con suspender la final si dos horas antes de la disputa del partido la copa no era devuelta.

D. supo que era su momento.

Acudió a la Policía y ofreció una versión suficientemente creíble como para salvar su implicación en el asunto.

Pidió ver el partido desde el banquillo del equipo que hacía las veces de local y tanto los organizadores como el cuerpo directivo aceptaron.

D. se ganó la confianza de los técnicos y le permitieron ocupar el puesto de utillero de por vida.

Quizá creyeron que fue una especie de talismán que les otorgó el triunfo en aquel encuentro.

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