14 febrero, 2010

EL HELICÓPTERO


He abierto la botella de mayor graduación.

Con delicadeza, dejé que coloreara el vaso hasta cubrir el único hielo que reposaba, majestuoso, en el fondo.

En algún lugar de esta, u otra, ciudad, te desnudas... y tiemblo al imaginar la escena.

Mi terraza está siendo sobrevolada por un helicóptero, cuyas luces lanzan fogonazos en el cielo de hierro de la tarde.

Escucho ruidos extraños en la habitación de al lado, pero mi inquietud me impide imaginar.

El teléfono fijo no para de sonar. Sin embargo, las manos de la pereza me atenazan al mullido sillón en el que continúo bebiendo, y dibujando, las lejanas latitudes en las que te gustaría habitar.

Percibo, aunque creo que los gritos provienen de mi inconsciente, un nombre que no es el tuyo, seguido de un burdo piropo que aceptas sin protestar, sonriendo tibiamente.

El helicóptero continúa reinando por encima de mi cabeza.

Desconcentra mi lectura que, si he entendido bien, se desarrolla en un imaginario poblado de aborígenes ebrios y marginales que aplauden una serie de asesinatos en serie, el inicio del fin de su civilización.

Puede que hayas susurrado palabras de amor a cuerpos que ahora detestas.

Incluso, quiero creer que alguna vez hayas cedido a tus pasiones, habrás relatado el resquemor ardiente que siembran, a su alrededor, las cenizas del desamor.

El tenebrismo rompe el silencio y la quietud...

Las hélices pespuntean una imagen de terror.

El cronometro acaba con los segundos como el viento lo hace con las margaritas.

La niña ha arrancado de cuajo la cabeza de su bebé y destroza su ropa en mitad de la calle, ajena a la lluvia que se avecina.

Sé que no acabaré mi lectura... poco importa.

La explosión final se refleja en los cristales negros de las gafas de sol con las que leo.

Podría ser el fin.

Pero el helicóptero se mantiene en vuelo.

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