23 febrero, 2010

EL VOLADIZO


El voladizo del señorial edificio se desplomó apenas tres minutos antes de mi llegada.

Recogí, como dudoso recuerdo, uno de los cascotes de piedra del ventanal frontal.

Lo miré y me recordó a las tardes de despedida, lluviosa y con lágrimas rondando nuestras miradas.

Las luces de la escalera de los bomberos profanaban la intimidad del hogar en precario.

Los pájaros evitaban, en su vuelo, la masa deforme de piedra sostenida y herrumbre...

Ellos también recordaban otras tardes repletas de evocaciones, promesas, que el tiempo se encargaría de quebrar, y de intercambio de fotografías...

Un corro de gente, cada vez más populoso e impertinente, comentaba respecto del dudoso equilibrio en el que se encontraba el gigante...

Los niños apretaban con fuerza las piernas de sus padres, con la confianza que, años más tarde, se convertiría en el mejor de los casos, en respeto y, en otros, en olvido y rencor.

El mendigo contemplaba con tranquilidad el advenimiento de la debacle.

Había dormido durante más de quince años bajo ese edificio y no hubiese visto con desagrado que esa parcial caída le hubiese arrastrado al cielo (o al infierno, que tanto daba...).

Yo acariciaba la piedra, irregular, con perfil dentado, sinuoso, con las oquedades y cumbres que revelan una historia indescriptible, aventurera, excesivamente atenta a esas mujeres que dejan dolor de corazón y prosa de las más agrias decepciones...

El sudor recorría mi espalda, a pesar de que el viento soplaba helado, peinando las gotas de lluvia.

Todo parecía pender de un hilo invisible, sensible, como el que sostiene el ingente peso de la araña que cuelga de él.

Todo el universo latía al ritmo binario de tu sí y tu no.

Ni siquiera la piedra me relataba otras historias distintas a las yo vividas... o soñadas.

Como es habitual, conforme el derrumbe se atisbaba más controlado, el populacho cejó en su empeño e interés.

Incluso los bomberos apagaron sus linternas.

El mendigo, infiel, eligió otro portal en el que reposar.

Guardé la piedra, con lentitud, en los bolsillos de mi chaqueta.

Una niña, perdida, me observaba ensimismada.

Fijamente negó con su cabeza.

Y dejé caer la piedra... estallando en una lluvia de pequeños fragmentos hasta el suelo.

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