22 febrero, 2010

LA HEROÍNA


Preparó todo con mimo.

Cuidó hasta el último detalle.

Las últimas gotas de Moët & Chandon todavía descendían por la comisura de sus labios recién pintados.

Quiso creer que esos segundos, una vez tomada la decisión, no serían tan angustiosos.

En su fuero interno, el dolor ya no importaba.

Visitó sus propias manos y advirtió un terrible color blanquecino, que anunciaba los inminentes efectos de la heroína.

Al fondo, en el ventanal, se veían aviones que despegaban y aterrizaban, mecidos por el viento.

Saludó por última vez a su perro que, inteligente, asumió que algo no terminaba de funcionar correctamente.

El mundo, se dijo, es injusto, los hombres siempre se despiden con una última erección.

Y sonrió.

Rebuscó entre su cajón, accionó el mecanismo, la habitación se llenó de un ruido constante, mecánico, como el de una turbina al girar, y cerró los ojos.

Colocó, en el reproductor musical, un viejo CD con el que le habían conquistado años atrás, demasiados años atrás.

Se situó frente a las ventanas, suspirando con tranquilidad y parsimonia.

Se encaramó al taburete y amarró la cuerda, asiéndola con fuerza y anudándola al gancho del techo.

Comprobó la longitud de su caída.

Rodeó, con un gesto circular, su cuello.

Tanteó el bolsillo trasero de sus pantalones vaqueros.

La carta seguía allí.

Saltó.

Al fondo, un avión se estrellaba en el aterrizaje.

2 comentarios:

  1. Y más al fondo, un avión despegaba sin ella.

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  2. Reconforta adivinar que el punto final no es, en determinadas ocasiones, el epílogo definitivo.

    No obstante, cualquier avión sin ella es un amasijo infame y estúpido de hierro y metal que pretende surcar los aires.

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