07 febrero, 2010

EL SONIDO DE LAS CUMBRES


Me fue impuesta una pena que no aparecía en los manuales.

Conformé mis intereses con el Azar, en una diabólica composición a la que mi letrado defensor se permitió el lujo de no comparecer.

Aquella sentencia no la redactó su Señoría (togada).

Y la Policía ha dejado de perseguir mi pista, porque el único reproche que me imputarían sería no dejar de pensarte... y no mentir ni en las desaforadas conversaciones de barras de bar y nocturnidad.

El atractivo de lo marginal es su carácter incomprensible, paradójico, alejado de la normalidad de los formularios y los convencionalismos.

Por eso, los carteros caminan extrañados a mi buzón, añorando esas cartas con remites pespunteados de iniciales escarlatas y mayúsculas en bastardilla, de un pretendido anonimato... tras las que se advertía un inagotable manantial de episodios y aventuras.

La antediluviana capa negra que adquirí a un anticuario de Estambul reposa en el más apartado rincón de un ayuno vestidor.

Los diamantes robados adornan dedos y cuellos que jamás competirán en gracilidad y sutilidad con el cadencioso pisar de tus pies diminutos... mientras la torre de babel de tu cuerpo, que transmite mensajes velados, se dirige al reposo del apartamiento (que no es pieza, pero sí lugar).

Releo esas páginas selladas por una autoridad que me supera y advierto que el Fallo ya me ha provocado un estrepitoso equívoco.

Alterar el orden de las sílabas es algo más que un pecado venial.

Los silencios habitan los parajes del infortunio y la desesperación.

Hay cimas que, como las sirenas, chillan una cantinela que ambicionas recibir desde sus cumbres.

Pero la sentencia dictó alejamiento temporal y olvidé el juego del sistema de recursos.

Quedan las imágenes y los recuerdos, algunos empapados de agua llovida.

Y las ganas de gritar... en tu cumbre.

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