21 marzo, 2010

ANTOJO Y APARIENCIA



No se te antojaron miles las gotas de agua caídas desde el cielo durante este equívoco, y despiadado, intermedio del trasnochador invierno primaveral.

Respóndeme.

A mí. O al viento.

No se te antojaron eternas las noches, su duración, su lento caminar, el pesado suceder de estrellas mientras los relojes crepitaban, con fuego, en las balconadas del deseo.

Contéstame.

Por favor... o por piedad.

No se te antojaron fantasmas las presencias que elegían los caldos y las viandas, las figuras y rostros que carcajeaban, con estruendo, al tiempo que tu ensimismamiento abrazaba a la melancolía y la nostalgia.

Confiésalo.

Por tu honor o por otros altos juramentos.

No se te antojaron conocidos los crujidos que la madera emitía al sentir tus pisadas. Sí, en aquellas frías estancias en las que los rostros de los santos amparaban tu confesión.

Miénteme, al menos, si no fue así.

Por piedad o por honestidad.

No se te antojaron puñales que se clavaban en lo más profundo de tu espalda las palabras que regalaste ante unos ojos que no devolvían el fuego que esperabas.

Susúrralo a mi oído.

Mientras la música, atronadora, nos recuerda la inquietud de nuestro divagar.

No se te antojaron laberintos las calles que paseaste, serpenteantes y magníficas arterias que bombeaban una sangre por la que darías la tuya.

Asegúrame que no sentiste ese profundo escozor de la distancia.

Hazlo por las noches de suelos mojados.

Hazlo por los cantos de sirenas.

Por el brillo azabache que me deslumbró.

Por las palabras que imaginé pronunciadas en tus labios.

Sostén mi mirada, que ha adivinado el derrumbe y la fugacidad, y resérvame tus más secretos antojos.

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