04 marzo, 2010

LA PINTORA


Algo, que golpeaba en su cabeza con reiteración, le impedía dormir.

Era la sexta noche de la semana en la que ocurría...

Notaba sus miembros aletargados, lentos de reflejos... pesados, ajenos a cualquier orden que pudiera transmitirles.

Agarró su cuaderno de bocetos y comenzó a repasar los últimos estudios que había acometido.

Le gustaba la sensación de ensuciar sus dedos con el carboncillo de las sombras...

Le hacía sentir bien, cómoda... absorta, dueña de mundos imaginarios, suyos...

Para bien o para mal, sabía que aquélla, si reunía el valor necesario y la inspiración le acunaba entre sus brazos, sería su última obra.

También la única... la única verdadera.

Repasaba los apuntes de la melena cayendo, con la fuerza de un huracán, con la delicadeza y gracilidad del aleteo de una mariposa.

Y continuaba errática, dudosa, temerosa... contracorriente.

Volvió a los ojos... rematados, vivos, la capacidad de transmisión del llanto de un bebé, brillantes como el diamante...

Pero fríos, desoladores, inquietos... ciertamente terribles.

Se detuvo unos segundos más en la sonrisa... apenas iniciada, solo insinuada.

Investigó el adjetivo apropiado... y coligió que era diabólica.

Tembló.

De repente, recordando su inutilidad absoluta para los tangrams, se descubrió armando un lienzo en las tablas, mientras mantenía una conversación, por teléfono, con el manos libres activado.

Reparó en la fecha y el día del vuelo de llegada, pero olvidó anotar el número del mismo.

El resto fue trance...

De un solo trazo dibujó una bisectriz perfecta... encadenando espasmódicos movimientos con repentinas caídas.

Todos los candados se abren con la misma llave.

Circundó con onduladas lineas negras la altura del monte que se adivinaba en el centro del cuadro.

La violencia y la rapidez le inocularon un frenesí creativo desmedido... y genial..

Los colores brotaban y preñaban las telas de verdad.

Quiso despertar, pero fue en vano.

Su última mirada, cansada, deshecha, fue aprobatoria.

Retomó su cuaderno de bocetos.

Arrancó todas las páginas usadas y las lanzó a la chimenea.

Degustó el crepitar del fuego...

Pensó.

Garabateó tres letras mayúsculas... una especie de epitafio para su testamento creativo.

Y, vacía, se rindió a la evidencia.

Inerte, permitió que su mirada disfrutara del último amanecer.

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