17 diciembre, 2010

EL PRECIPICIO


El momento más cruel fue cuando decidió revelarme su identidad.

Entonces, ambos miramos a la lejanía y descubrimos, aunque puede que esa sensación fuera únicamente nueva para mí, los confines del abismo.


Antes, ese mismo día, habíamos paseado por la orilla del río, aprovechando uno de los últimos días apacibles de aquel otoño en el que no cesó de nevar.

Hablábamos de Literatura... y de héroes.

Siempre somos redundantes -entonaba en demostración de reproche fingido y polemista.

Yo recordaba como, en la mayor parte de las ocasiones, el acercamiento a las tres novelas que cambian tu vida se produce de modo casual o, quizá, arbitrario. En suma, alejado, en esos prolegómenos, de la solemnidad y relevancia que a uno le gustaría que tuvieran.

Me miraba con ojos atentos y, para atacar mi línea de flotación, jugaba con mi capacidad de resistencia y aludía al tremendismo de mis expresiones y convencimientos.

Incluso, aquel día, llegó a vociferar a los cuatro vientos que había enloquecido (yo) por la lectura compulsiva y que, irremediablemente, mi único remedio sería someterme a un tratamiento intensivo de seriales de realidad virtual las veinticuatro horas del día.

Y, acto seguido, recitaba, del tirón y sin fallar un solo verso, un bello poema de Nicanor Parra.

Y yo, molesto, trataba de recordar el título, mientras mi acompañante tenía la mente puesta en otra tarea.

Quizá -me dije- en la confección de una lista de asesinos en serie a los que enviar una felicitación por Navidad.


Todo sucedió así.

Como una nebulosa en la que el tiempo no ocurría, ni siquiera estaba allí.

Fue cuando evocó la figura de su mejor amigo muerto... demasiado joven.

Pero no le entendí.

Dijo su nombre.

Y ya, juntos, nos asomamos al precipicio.

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