09 diciembre, 2010

LA AZOTEA

En la azotea donde escribo reina un estado de paranoia inducido.
Creo que no llovió desde hace, al menos, tres siglos.
Sin embargo, durante los seis últimos meses, no ha parado de nevar.
Las palomas emigraron a las torres petrolíferas en busca de un paraje más halagüeño y acogedor.
Los últimos habitantes fueron unos roedores cubiertos con pieles de morsa.
Me hablaron de antiguos tiempos en los que el hombre ni siquiera habitaba la faz de la tierra.
Creo que les sorprendieron determinados detalles específicos en mi conversación, imposibles de referir salvo en el supuesto de haberlos vivido en primera persona.
Anoche, mientras utilizaba un bolígrafo para jugar a las tres en raya contra mi Mr. Hyde, descubrí un cadáver enterrado en el lugar más abrupto.
Me saludó y se marchó, pretextando una cita ineludible para la que se había, lamentablemente, retrasado.
Me apenó pensar que, quizá por no levantarle antes de su letargo, yo había contribuido a demorarle más de lo debido.
Continué las pisadas que había dejado y que llegaban hasta el voladizo.
El suelo, en vez de asfalto y luces de vehículos rampantes, era un mar lleno de tiburones feroces y despiadados.
Saltaban y, como si de una pelota de waterpolo se tratara, se pasaban la cabeza del infortunado impuntual.
He recogido mi libreta y he escrito, al dictado de la memoria más inmediata, los horrores que acaecen en mi azotea.
Intenté reflejar un párrafo final en el que una bella mujer me atrajese a sí y me regalase la rosa que acogía entre sus pechos.
Sin embargo, en mitad de la creación, un relámpago ha impactado y la azotea es ahora pasto de las llamas.

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