03 diciembre, 2010

LAS DOCE Y VEINTITRÉS


Las aspas del ventilador giraban lentamente.

El aire entraba en la estancia y acariciaba con mimo y delicadeza las cortinas, que formaban pequeñas ondulaciones.

Sobre la mesa de madera, en una esquina, un periódico se hallaba doblado de un modo que se antojaba estratégico.

Sin permitir la visión del titular, apenas dos columnas de texto que soportaban una fotografía inequívoca.

En el lateral izquierdo de la habitación, junto a una de las ventanas entreabiertas, una mecedora se balanceaba con un movimiento rítmico y cadencioso.

La repisa del mueble de madera acumulaba centímetros de polvo sobre los que podían escribirse los recuerdos más azorados.

El reloj de pared se había detenido en las doce horas y veintitrés minutos de la mañana o de la madrugada de algún día del siglo pasado.

Las aspas del ventilador y la mecedora se movían con un sigiloso balanceo que dirimía una batalla dialéctica con el detenimiento del que comulgaban tanto las hojas del periódico como el reloj.

Un ratón atravesó, oblicuamente, la habitación, esquivando los casquillos de bala que se desperdigaban por el suelo.

Nadie había acudido al rescate.

Tampoco al olor de la carroña y la podredumbre.

En el exterior se escuchaba el inicio de una tormenta, el silbar del viento, los primeros golpes del agua al estrellar sobre el asfalto.

A ningún avezado observador le hubiese escapado el fatídico detalle de la herrumbrosa palangana en la que, como si de un macabro cobijo se tratase, reposaban tres pares de manos humanas.

Las aspas del ventilador se detuvieron, algún día indeterminado, de este siglo, a las doce y veintitrés.

La mecedora, sin embargo, mantuvo su oscilar.

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